1. Software

1.1. Vivimos en una sociedad del software

Para muchas personas, el día empieza con el sonido de una alarma programada en su teléfono inteligente. Durante la noche, su sueño ha sido monitorizado por un reloj inteligente o una pulsera de actividad. Mientras desayuna, consulta las noticias y la previsión del tiempo en el teléfono, la tableta o una TV inteligente. Camino del trabajo, un dispositivo móvil le acompaña ofreciéndole música, podcasts, vídeos, artículos o novelas. Al llegar al trabajo, muy probablemente se sentará delante de un ordenador o tendrá que consultar una pantalla. Todas estas actividades están mediadas por el software que hace posible interactuar con los dispositivos y acceder a los contenidos. Pero también, más allá de la experiencia individual, los sistemas y las infraestructuras que permiten que nuestros dispositivos se conecten a internet y descarguen archivos, la gestión de las líneas de metro y de autobús, los dispositivos de seguridad o la climatización del edificio en el que trabajamos, dependen de un software específico.

Los investigadores Rob Kitchin y Martin Dodge distinguen cuatro niveles de actividad en los que interviene el software, los cuales describen mediante una serie de términos que hacen referencia al código fuente:

  1. Objetos codificados (coded objects): son aquellos que requieren un software para funcionar, ya sean máquinas u objetos como DVDs y tarjetas de crédito que pueden ser leídos por una máquina que emplea un determinado código.
  2. Infraestructuras codificadas (coded infrastructures): son redes que conectan objetos codificados y también aquellas que están reguladas por software. Las redes de telecomunicaciones (internet) y, también, las redes de transporte y logística, los sistemas financieros e incluso el alcantarillado, el agua o la red eléctrica pertenecen a esta categoría.
  3. Procesos codificados (coded processes): son las transacciones y flujos de datos que se producen en las infraestructuras codificadas.
  4. Ensamblajes codificados (coded assemblages): surgen de la convergencia de varias infraestructuras codificadas que funcionan de forma coordinada. Un ejemplo de ello son los sistemas de transporte o los supermercados, que combinan objetos codificados (cajas registradoras, tarjetas de los clientes, etc.) con redes de transporte y logística, flujos de datos, etc.

En estos cuatro niveles de actividad, según afirman Kitchin y Dodge, el software determina las interacciones y transacciones que llevamos a cabo a diario, dando forma a nuestra experiencia y acciones en los entornos que forman parte de nuestro día a día.

Por ejemplo, imaginemos una puerta de embarque en un aeropuerto internacional: los pasajeros pueden identificar su vuelo gracias a la pantalla que indica el número de vuelo, su destino y también si ha sufrido un retraso o está listo para embarcar. En el momento del embarque, un lector permite registrar el billete de cada pasajero a medida que estos suben al avión. Si el software que se encarga de mostrar la información actualizada en las pantallas o el que permite registrar los billetes de los pasajeros y cotejar esta información con las reservas que ha vendido la compañía dejase de funcionar correctamente, el sencillo proceso de embarque sería caótico. Los pasajeros no sabrían qué puerta les corresponde, y alguno de ellos incluso podría verse embarcado en un avión con un destino diferente al que esperaba dirigirse. Pero, por otra parte, la modificación del software y de los dispositivos empleados puede conllevar cambios positivos. Un ejemplo de ello es el prototipo de supermercado desarrollado por Amazon, Amazon Go, en el que no es preciso pasar por caja porque el propio establecimiento tiene la capacidad de registrar la presencia del comprador, detectar qué productos ha adquirido y cobrarle automáticamente cuando sale por la puerta.

Kitchin y Dodge (2011, pág. 16-17) denominan estos entornos espacio/código (code/space), un término con el que quieren incidir en cómo el software y el propio espacio físico se construyen mutuamente, determinando un entorno que depende enteramente en su constitución y funcionamiento del software y de los dispositivos que lo emplean.

Esta relación entre código y espacio pone de relieve que el software no es un producto neutral o inmaterial, sino que tiene consecuencias directas en nuestra realidad cotidiana: determina las acciones que llevamos a cabo en espacios que, en algunos casos, han sido concebidos en base a las funciones que establece el software. Inspirándose en la teoría del actor-red, que defiende entre otros el sociólogo Bruno Latour, afirman que el software es «un actante en el mundo», es decir que tiene agencia para determinar en diversos niveles cómo viven las personas. La manera en que los programas informáticos se insertan en la gran mayoría de los aspectos de nuestra vida cotidiana lleva a los investigadores a afirmar incluso que hoy en día no es posible vivir ajeno a la influencia del software (Kitchin y Dodge, 2011, pág. 39, 260).

El teórico Lev Manovich incide en esta idea al afirmar que las grandes empresas que determinan la economía global ya no basan su negocio en las materias primas ni los productos manufacturados, sino que ofrecen servicios basados en software y, algunas de ellas, en un reducido número de dispositivos que emplean dicho software: Google, Facebook, Apple y Microsoft. Al mismo tiempo, el papel que ejerce el software en la sociedad es ignorado, puesto que se integra silenciosamente en las máquinas que empleamos y parece limitarse a ejecutar nuestras órdenes, cuando de hecho determina el marco de acciones que nos es posible realizar. Esto no solo se produce en el ámbito del supermercado o la puerta de embarque en el aeropuerto, sino también en nuestra cultura y los productos de la creatividad de artistas y diseñadores. Manovich emplea el término software cultural para referirse a los programas que permiten crear artefactos culturales (ya sean vídeos, ilustraciones, filmes, composiciones de diseño gráfico, etc.), presentarlos y compartirlos. Programas como Adobe Illustrator, Photoshop, After Effects o Flash determinan, por medio de sus opciones y funcionalidades, los productos culturales que se pueden crear con ellos. A lo largo de las últimas tres décadas, se ha podido trazar de qué manera la evolución del software ha dado lugar a nuevos estilos y formatos en la creación de sitios web, proyectos de diseño gráfico, fotografía, vídeo y producciones cinematográficas. La influencia de estos y otros programas, tanto en nuestro entorno cotidiano como en la cultura actual, lleva finalmente a Manovich a afirmar que la nuestra es una sociedad del software:

A modo de resumen: nuestra sociedad contemporánea puede caracterizarse como la sociedad del software y nuestra cultura puede denominarse con razón una cultura del software, puesto que hoy por hoy el software desempeña un papel primordial a la hora de configurar tanto los elementos materiales como muchas de las estructuras inmateriales que, conjuntamente, conforman la «cultura».

L. Manovich (2013). El software toma el mando (UOC Press. Comunicación #29, pág. 37). Barcelona: Editorial UOC.

En los próximos apartados veremos como el software no es solo un factor esencial de la sociedad actual, sino que también cuenta con una historia intelectual que precede a los propios ordenadores además de haber desarrollado su propia cultura, siendo determinante no solo a nivel de herramientas, sino también a nivel de conceptos y de marco cultural en el que artistas y diseñadores elaboran sus creaciones.