Hablamos de serialidad para referirnos a un proceso por el cual las imágenes pueden ser reproducidas mecánicamente, utilizando tecnologías como el grabado, la imprenta, la fotocopia o la clonación de archivos digitales. Asimismo, la noción de serialidad cobija la idea de serie, que refiere a un conjunto de obras que se engloban en una misma temática y mantienen una línea conceptual y estilística coherente.
Aunque las diferentes técnicas que componen el ámbito del grabado existen desde hace siglos (las primeras xilografías registradas datan de finales del siglo xiv), la serialidad como movimiento se asocia a menudo con el arte norteamericano posterior a la Segunda Guerra Mundial, y a cierto impulso por alejarse de la expresión personal para enfatizar las propiedades mecánicas y anónimas de la repetición. Artistas como Andy Warhol, por ejemplo, tomaron prestados los materiales, las técnicas y el imaginario de la producción fabril para dar forma a sus proyectos artísticos, utilizando los procesos de reproducción mecánica para crear obras que buscaban subvertir las fronteras entre la cultura de élite y los objetos de consumo cotidiano. En este sentido, la serialidad se convirtió pronto en una forma de desestabilizar el aura de las obras de arte, interrogando los consensos que las naturalizan como objetos inefables, originales y únicos, como singularidades irremplazables y difíciles de descifrar. Cuando hablamos de aura nos referimos a «un entretejido muy especial de espacio y tiempo: la aparición de una lejanía, por cercana que pueda estar» (Benjamin, 2003, pág. 47). Así, la serialidad implica una opción metodológica que disminuye, precisamente, esa sensación borrosa de lejanía. Recorta las distancias, el eco reverencial históricamente asociado al arte, y desplaza la producción de imágenes artísticas al ámbito más cercano de la producción cultural en general.
El artista On Kawara es quizás uno de los ejemplos más abrumadores de la práctica artística entendida como una serie continua, aunque sus obras no abrazaran inicialmente la opción de la reproductibilidad técnica. Su proyecto Today (1966-2014) consiste en una vastísima familia de trabajos donde se representa, únicamente, la fecha en que la pieza es ejecutada. La fecha es documentada en el idioma y las convenciones gramaticales del país en el que el artista se encuentra, y si no se termina el mismo día que se ha iniciado, es inmediatamente destruida. Con el correr de los años, este proyecto ha sido revisitado una y otra vez por otros artistas y su mecánica fundamental ha desencadenado versiones derivadas que incluyen el uso de nuevas tecnologías. El colectivo MTAA, por ejemplo, puso en marcha hace algunos años on Kawara Update (v2) (2007) extrapolando la metodología de Today al ámbito de la tecnología digital mediante una página web sin otro contenido que la fecha actualizada diariamente. La página web mantiene, por supuesto, la lógica del proyecto de Kawara y mantiene al pie de la letra sus decisiones tipográficas y estilísticas.
Yendo quizás más lejos en su afán de serializar el tiempo, el artista Roman Opalka dibujó hasta su muerte secuencias de números ascendentes. Cada una de sus obras contiene centenares de números ordenados uno tras otro, dibujados de manera yuxtapuesta y a escala diminuta. A partir de 1972, al dibujar el número un millón, comenzó a añadir un 1 % de blanco al fondo de cada soporte, con lo cual las imágenes van aclarándose y volviéndose más difusas con el transcurso de los años. Al momento de su muerte, utilizando prácticamente líneas blancas sobre fondo blanco, alcanzó el número 5.607.249.
Si la noción de serialidad se relaciona también con la destreza de las imágenes para multiplicarse y ser reproducidas, la aceleración tecnológica ha modificado, nuevamente, la morfología y la circulación colectiva de las imágenes. La ensayista y artista Hito Steyerl ha acuñado la noción de «imágenes pobres» para referirse a la más baja de las clases sociales entre las imágenes, una suerte de lumpen proletariado constituido por formatos como el JPG, AVI o GIF. Este estrato social de las imágenes, que frente a la alta definición y la realidad virtual representa el equivalente a las clases populares, se compone de elementos desenfocados que se pueden distribuir globalmente de manera instantánea, que tienen baja calidad y suelen ser clonados, rotos, recortados y deformados permanentemente. En esta economía de las imágenes, estas no sufren únicamente el extravío del aura sino un paulatino proceso de empobrecimiento, de despojo material a cambio de aceleración. Dice Steyerl:
«Aparte de la resolución se podría imaginar otra forma de valor definida por la velocidad, la intensidad y la difusión. Las imágenes pobres son pobres porque están muy comprimidas y viajan muy rápidamente. Pierden materia y ganan velocidad. Pero también expresan una condición de desmaterialización, que comparten no solo con el legado del arte conceptual sino, sobre todo, con los modos contemporáneos de producción semiótica. El giro semiótico del capitalismo juega en favor de la creación y diseminación de paquetes de datos comprimidos y flexibles que pueden ser integrados en siempre renovadas combinaciones y secuencias (…). Las imágenes pobres son por lo tanto imágenes populares, imágenes que pueden ser hechas por muchas personas. Expresan todas las contradicciones de la muchedumbre contemporánea: su oportunismo, narcisismo, deseo de autonomía y creación, su incapacidad para concentrarse o decidirse, su permanente capacidad de transgredir y su simultánea sumisión».
Steyerl (2014, págs. 43-44)
Referencias
Benjamin, Walter (2003). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México DF: Itaca Ed.
Steyerl, Hito (2014). Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra Ed.