4. Contexto de acción de la política queer

Los años 80 y 90 fueron también el escenario de la aparición, primero en los países anglosajones (especialmente en los Estados Unidos), y después en otros lugares, como en nuestras ciudades (Madrid y Barcelona especialmente), de las políticas queer, protagonizadas por los movimientos identificados como LGTBI, que pretendían dar un giro y articular una crítica a las tendencias más asimilacioncitas. Estas estaban dirigidas mayoritariamente a la homonormalización a través de estándares que privilegiaban al gai blanco, sano, pudiente, joven, no migrantes, etc., que se habían dado en la década anterior y que se asentarán posteriormente bajo la forma de tolerancia acrítica.

La sexualidad es un espacio político. Históricamente, la delimitación y especificación de este campo se ha construido bajo el efecto de un dispositivo normativo muy concreto que ha actuado sobre los cuerpos y los placeres. ¿Qué vidas y cuerpos son dignos de ser vividos, amados, respetados y reconocidos como sujetos políticos? Esta pregunta, que determinó una nueva forma de hacer política, sigue vigente décadas más tarde en un espacio social redefinido por la acción renovada, creativa y luchadora de jóvenes generaciones militantes. Pero, a pesar de la inmensa proliferación de identidades sexuales y de género en nuestros entornos urbanos, todavía seguimos hegemonizadxs, y homogeneizadxs, por una norma heteropatriarcal que pretende cerrarlo todo, encerrarnos en un todo coherente hecho a su imagen y semejanza.

Sin embargo, y paradójicamente, este proceso disciplinario no cesa de producir a sus otros en los márgenes, expulsándolos como abyectxs, peligrosxs, minoritarixs, irreconocibles, extranjerxs, rarxs, exóticxs o extravagantes. Si antes eran los sidosos, los marimachos y las locazas ahora son, además, las bolleras migrantes, las trabajadoras sexuales, lxs mayores pobres, lxs jóvenes expulsados de sus entornos familiares, lxs trans discriminadas en el empleo, lxs niñxs sin referentes educativos o culturales y, todxs juntxs, cada vez que somos golpeadxs por la violencia homófoba en las calles o en las instituciones democráticas de ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao, que emergieron al mundo del turismo de masas como la capital por excelencia del mundo. En este espacio de derechos frágiles, de relaciones de poder, de conflicto y de violencia, habitan y proliferan lxs disidentes sexuales en una convivencia no siempre pacífica.

En el contexto de la crisis del VIH-sida, un conjunto de microgrupos radicales que despliegan micropolíticas radicales desde diferentes geografías —Act Up, Radical Furies y Lesbian Avengers, LSD, La Radical Gai, entre otros— se reapropia de la injuria queer para cambiar radicalmente su sentido y con ello también cambiar la acción política y las alianzas que se van a establecer en un escenario marcado por la globalización, el triunfo del neoliberalismo tras la caída del muro de Berlín, y una pandemia de carácter mundial. En manos de este nuevo movimiento, la palabra queer deviene motivo de orgullo, pero sobretodo será motivo de rabia y furia. Se convierte en un signo de resistencia a los procesos de normalización y exclusión sexual, con sus marcas materiales, sociales y económicas, que tienen lugar no solo en la sociedad heterosexista, sino también dentro de aquellos espacios políticos que se sitúan críticamente ante la misma, dentro de una misma tradición: el feminismo y el movimiento homosexual (Preciado, 2012). Para el movimiento queer, al interior de estas posiciones pretendidamente progresistas y emancipatorias pueden reconocerse tendencias excluyentes y normalizadoras análogas a las que produce la heteronormatividad o el heteropatriarcado. Una discusión especialmente obtusa y cruel en lo referente a lo trans* y a lo queer en la actualidad.