3.2. La desmaterialización del arte
Esta concepción ontológica de la performance hay que situarla en su contexto histórico, cuando a partir de los años setenta, con los debates filosóficos sobre la desmaterialización del arte y el giro teatral en las ciencias sociales, así como con la emergencia de los estudios de performance en diálogo con un contexto político de luchas identitarias en torno al sexo, el género, la raza, etc., cuando empezarán a aparecer una serie de prácticas diversas englobadas bajo el término general performance (body art, arte de acción, live art, Fluxus, happening, etc.). En un primer momento estas prácticas entrarán en tensión con los discursos hegemónicos del arte, en los que la obra artística es el eje central, pues desaparece el aspecto aurático del objeto y se potencia la relación vivencial en el aquí y el ahora, en un diálogo entre performer, público, espacio, acción y objetos activados en la performance. Este cambio de paradigma de la representación sin producción abre una serie de dilemas e interrogantes que desarrollaremos más adelante, como el registro y la documentación del arte de acción, sobre cómo no caer de nuevo en una fetichización aurática de los objetos y documentos de las acciones ya realizadas o de la propia figura del performer, etc.
Si la modernidad había dado protagonismo a una visión pura del arte y su autonomía con respecto al contexto social, en este momento se buscará una desmaterialización de la obra en paralelo a la desaparición del concepto romántico del autor y el aura de la obra. En esta ruptura encontramos también motivaciones políticas y no solo formales o estéticas, como oposición al arte elitista de los museos, al establishment cultural y a la mercantilización del objeto artístico como signo de estatus social. Cuando en febrero de 1968 los críticos de arte Lucy R. Lippard y John Chandler publicaron el artículo «La desmaterialización del arte» y, en especial, a partir de que Lippard publicase, cinco años más tarde, «Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972», se sentaron las bases de lo que llegaría a ser un uso aceptado de la etiqueta inmaterial para referirse a aquellas manifestaciones artísticas en las que la idea primaba sobre el objeto físico. El argumento base de Lippard (2004 [1973]) sostenía que durante la década de los sesenta se había producido un paso determinante en la producción artística: desde un arte que priorizaba el objeto y la obra física y visual a un arte cuyo motor esencial era la idea y el proceso mental o, en palabras del clásico ensayo del teórico del arte Simón Marchán Fiz, «del arte objetual al arte de concepto» (Marchán Fiz, 1986). Lippard y Chandler consideraron que este tipo de arte emergía en dos direcciones: el arte como idea y el arte como acción. Estas dos direcciones nos permiten comprender la diversidad de corrientes artísticas que emergerán en ese momento, unas más basadas en la idea, el lenguaje y lo conceptual (arte conceptual, minimalismo); y otras más basadas en el movimiento, la acción, lo gestual y la equiparación del arte con la vida (happening, Fluxus, performance, body art). Ideas como la desmaterialización, la presencia de lo lingüístico, el paso a la acción o el tránsito del objeto a la vivencia del proceso están vinculadas, en el fondo, con la resistencia a la primacía del régimen visual. A partir de la crisis del objeto artístico tradicional y la necesidad de buscar nuevas extensiones del arte, las diversas poéticas de las décadas de los sesenta y setenta responderían frente a tales problemáticas con una exhaustiva revisión del material físico. Esto conduciría a muchos artistas hacia un interés por elementos como el devenir, el azar, el tiempo, lo que se consume y desvanece o la presencia, y a un marcado carácter procesual de las obras, condicionado por el tiempo físico, lo efímero y los materiales cuyas propiedades están sujetas al cambio, etc.
En este cuestionamiento de la idea tradicional de obra de arte jugará un papel importante la performance, en la que predomina la acción y la desmaterialización del arte, pero paradójicamente todavía se usarán artefactos en las acciones, aunque nos acercan más al interés por el carácter ordinario de los objetos frente a los «tradicionales materiales nobles» (pintura, mármol, grabado), lo que supone un distanciamiento frente a la centralidad de la figura del artista clásico y también frente a la perdurabilidad de su trabajo y sus destrezas, o bien a un carácter poético, simbólico, transformador y ritualístico de los objetos. Aquí el objeto actúa más como un catalizador desde una poética o experiencia ritual y transformadora, en la que el objeto es un mediador experiencial o un elemento de contacto con el público en el caso de las performances de ofrenda y participación. En otras ocasiones, la obra u objeto residual físico de una acción se convierten desde esta mirada en un mero residuo documental de la verdadera obra de arte, que es la experiencia misma, la idea o el concepto que subyace al objeto. Otro elemento que hay que resaltar de este giro «inmaterial» es que requerirá una mayor implicación del espectador o la espectadora, no solo en la forma de percibirlo y relacionarse con la obra, sino con su acción y participación para completar el significado de la performance. Así, diversas corrientes artísticas pondrán el acento, bien en la idea, el concepto y el lenguaje (arte conceptual), bien en la implicación social y política (performance), o bien en el cuerpo (body art) o la naturaleza (land art y arte povera), etc.
Dentro del espíritu de desmaterialización del arte que caracterizó los años sesenta y el deseo de integrar la creación artística con la vida, muchos artistas llevaron a cabo acciones efímeras cuyo sentido primordial era explotar al máximo el flujo de experiencias que eran capaces de provocar en los espectadores, para intentar rebasar así las tradicionales barreras arte-vida y artista-espectador. El cuerpo actuaba como un valor de intercambio comunicativo e ideológico y como vehículo de códigos socioculturales, buscaban la interacción social e invitaban a la reflexión del espectador (participante en muchos casos). Pero, como veremos más adelante, hay otras formas de comprender el cuerpo en relación con el archivo y con la documentación en la performance, como ha desarrollado extensamente la teórica Diane Taylor (2003) mediante su noción de archivo y repertorio.
Diversos autores, entre ellos el teórico Philip Auslander (1999), se oponen a la visión ontológica de Phelan al considerar que los límites entre lo mediado y lo no mediado no son tan rígidos y menos en una sociedad digital y virtual como la nuestra, en la que es complicado diferenciar entre lo «real», «en vivo» y lo «mediado». Según este autor, la insistencia de Phelan sobre la seguridad ontológica de esta oposición le parece un revisionismo nostálgico y concluye que la performance no garantiza la resistencia a la mercantilización y a lo mediático, además de cuestionar la noción sobre la desaparición física de la performance como garantía de resistencia a las fuerzas de control gracias a la supervivencia única en la memoria del espectador. No obstante, las aportaciones de Phelan han inspirado a muchos teóricos de estudios de performance y artistas performers, que han examinado las complicadas conexiones conceptuales y pragmáticas entre la performance, la repetición y la representación, y que han visto en esta reformulación de la presentación sin reproducción una esperanza trasgresora y política del arte de performance como acto de resistencia al tradicional papel del arte, anclado en la fetichización de la mercancía, la reproducción, las reglas de representación visual, pero especialmente a la hora de repensar otra economía de la representación que escapa a fijar significados y representaciones de las minorías identitarias,
«The pleasure of resemlance and repetition produces both psychic assurance and political fetishization. Representation reproduces the Other as the Same. Performance, insofar as it can be defined as representation without reproduction, can be seen as a model for another representational economy, one in which the reproduction of the Other as the Same is not assured».
Lo interesante del pensamiento de Phelan es que adopta una posición que sitúa las políticas de la performance en relación con las políticas identitarias de representación al tiempo que analiza en profundidad las cuestiones que emergen en el eje de visibilidad-invisibilidad en este tipo de prácticas políticas. Para Phelan el poder de la performance como discurso político reside en su evanescencia. La performance en directo existe únicamente en el momento de representación y eso es lo que garantiza un distanciamiento respecto a las políticas fetichistas del registro y a los mecanismos de congelación de las categorías identitarias basadas en prácticas de representación fijas. Para esta autora, la performance desaparece y se resiste a la economía política de la producción, reproducción y circulación de representaciones, aunque en toda práctica de «presentación» efímera se ponen en juego también una serie de discursos, simbologías y representaciones culturales que nos preceden y, por lo tanto, podrían circular categorías identitarias problemáticas. No obstante, la documentación ha sido un proceso que siempre ha acompañado el performance art desde sus comienzos y no solo es importante para poder hacer una genealogía histórica de este lenguaje artístico, sino también para la formación de generaciones venideras de performers que necesitan poder conocer el legado precedente. Este es precisamente uno de los principales problemas con el performance art, que es muy difícil tener acceso a los registros y documentación, bien porque hay poco, o porque está custodiado en archivos y museos que por derechos de autor no permiten una mayor visibilidad.
En palabras de Cumplido,
«Las acciones artísticas son desarrolladas por lo general, en espacios a los que se ha convocado a un público destinatario; a este se le reserva el papel de prolongar en el tiempo la acción conservándola en sus recuerdos o bien transmitiendo el relato de la acción. Dado que ni uno ni otro son infalibles, el artista anticipa la documentación a la acción misma, aun sabiendo que con ello pervierte su valor efímero. Si, en cambio, renuncia al registro documental, debe aceptar que a largo plazo la acción realizada perderá su capacidad de influir en el entorno, premisa básica para que una acción pueda ser considerada como tal. Nos encontramos con la disyuntiva de anteponer el carácter efímero de la performance frente a su capacidad para provocar una reacción que tenga repercusión. De esta forma, deducimos que la documentación de la acción forma parte del proceso artístico y que, sin ella, la acción finalmente no existirá».