De la música al arte

El arte sonoro es un concepto bastardo. Nació del cruce entre la música y el arte contemporáneo, en los años setenta, como una audacia imprevista no exenta de equilibrios oportunistas. Ahora, como todo bastardo, ocupa un lugar incómodo en la historia, porque es imposible deshacerse de la idea de que, en resumidas cuentas, podría no haber existido. Si sigue presente, si mantiene la vigencia, debe ser porque las instituciones y los profesionales de la música y del arte contemporáneo seguimos encontrando en él un espacio de oportunidad. ¿Cuál es este espacio? Si hago el esfuerzo de resumirlo al máximo, de caracterizarlo con una sola pincelada, lo que puedo decir es esto: el arte sonoro es el margen abierto a prácticas de escucha radicales que solo pueden tener lugar (porque solo pueden tener sentido) en espacios protegidos de las exigencias del público.

Y eso requiere este tipo de injerto de prácticas musicales en las ramas del arte contemporáneo que es el arte sonoro, porque el arte contemporáneo ofrece un espacio de excepción en la relación con el público, pone en juego esta relación, la tematiza y tensiona de una manera que la música no se puede permitir. La apariencia desierta de las exposiciones de arte contemporáneo, incluso de las más importantes, nunca se lee como un problema intrínsecamente artístico. Ninguna otra práctica creativa, entendida, si queréis, como un sector económico, opera así.

El arte contemporáneo puede ser entendido como la investigación fundamental sobre el establecimiento de sentido. Si te preguntas qué toma sentido para nosotros y cómo lo toma, ninguna práctica creativa te interpelará tan directamente. Digo fundamental del modo en que lo dicen los científicos, afirmo que esta es una investigación fundamental, como lo es la física de partículas. El arte sonoro es el concepto bastardo que, como una especie de credencial falsificada, ha permitido a la música introducirse en la búsqueda fundamental sobre el establecimiento de sentido.

Un caso paradigmático de la necesidad de la música de desplazarse hacia el arte contemporáneo es el de John Cage. Cage siempre se tuvo a sí mismo como músico, y como tal se presentaba. Nunca tuvo la necesidad de presentarse como un artista sonoro. Pero el hecho es que incluso hoy en día la institución de la música tiene dificultades para otorgarle el papel que, en mi opinión (¡y la de muchos!) le corresponde, la de una figura clave en la historia de la música del siglo xx. Incluso hoy en día no es difícil escuchar, refiriéndose a John Cage, la sentencia de cuatro palabras con la que la tradición musical europea (y eurocéntrica) postromántica delimita su terreno: «esto no es música».

En el arte contemporáneo, en cambio, John Cage es unánimemente tenido por un clásico del siglo xx, como una especie de segundo Duchamp. Cage llevó a cabo, como músico, sin tener que llamarse a sí mismo ni filósofo ni científico, una búsqueda radical sobre el sentido musical, sobre cómo entendemos la música y lo que entendemos en ella. Por eso es una figura tan importante para el arte sonoro: es un caso paradigmático de lo que el arte sonoro, moviéndose de una manera impropia, incómoda, bastarda, desde la música al arte, trata de lograr.

El arte sonoro empuja a la música hacia la experimentación y la investigación, poniendo en crisis nuestra forma de escuchar. Participar de una cultura significa, entre otras muchas cosas, ser capaz de entender una multiplicidad de códigos sonoros, desde una señal de alarma hasta el clímax de una pieza musical, desde el tono sarcástico de una frase hasta un gemido de placer o de dolor. El arte sonoro pone en tela de juicio, aunque solo sea por unos momentos, estos códigos sonoros.

El cuestionamiento hecho por el arte sonoro de los códigos da lugar a una escucha desorientada, incluso perpleja a veces, que escucha los sonidos pero también se escucha a sí misma. Una escucha intermitente que de repente pierde la concentración, porque no quiere restringirse a una forma prefijada de comprensión. Levanta la cabeza y duda por unos momentos, hasta que de nuevo un sonido la seduce y reanuda la concentración, siguiendo un hilo que, ahora sí, parece comprensible. Este tipo de escucha no tiene nada de puro. El arte sonoro se expone una y otra vez a la tentación del ideal de la escucha pura, de escuchar los sonidos en sí, libres de todo código. Esta es una tentación intelectualmente prestigiosa, que ha producido textos fascinantes. R. Murray Schafer, Pierre Schaeffer, John Cage, Theodor A. Adorno, Arthur Schopenhauer se han sentido seducidos por la idea de la escucha pura, y se han confrontado a ella en escritos de enorme relevancia para una historia y una filosofía de la escucha. Mientras tanto, la práctica, las prácticas diversas y dispersas del arte sonoro, nos confrontan una y otra vez con una escucha bastarda, compleja e intrínsecamente impura. Poner en cuestión los códigos no significa dejarlos a un lado.

He intentado explicar por qué el arte sonoro puede haber querido alejarse de la música para acceder a un espacio más protegido de las exigencias del público, y ser capaz de explorar modalidades de la organización del sonido menos constreñidas a la necesidad de ser entendidas. Pero para hacerlo ha extendido su mano hacia el arte, buscando ayuda, y acercarse al arte, otra institución inmensa, con una historia no menos pesada que la de la música, no podía ser gratuito.

El precio a pagar ha sido verse afectado por las exigencias de la unicidad y la materialidad de la pieza artística. El arte contemporáneo todavía mantiene una relación conflictiva con la reproductibilidad de los archivos digitales, y todavía se aferra (sí, después del arte conceptual y el minimalismo) a la pieza artística como algo material. Debido a que la música ha asumido su reproductibilidad digital (aunque trata de controlarla a través del copyright), y sabe muy bien que no es más que una vibración del aire, las exigencias extemporáneas de unicidad y de materialidad pueden significar para ella un giro conservador.

El mismo concepto de arte sonoro confiere al adjetivo sonoro una materialidad que no parece tener en otros contextos. Decir que una obra artística es de arte sonoro parece significar que está hecha de materia sonora. Pero incluso en el ensayo más sofisticado y profundo de constituir los sonidos como objetos, que es la invención del objeto sonoro por Pierre Schaeffer, estos están absolutamente carentes de materialidad.

Este es el riesgo de hoy, este es el debate, en mi opinión. Que el arte sonoro se constituya o no en una práctica artística de pleno derecho, que encaje en un equilibrio estable entre la música y el arte contemporáneo, lo que implica, sin duda, algunas renuncias, o que permanezca en una posición bastarda, incómoda, desencajada, de práctica de investigación fundamental y radical y, como tal, nunca aceptada plenamente.

 

Lluís Nacenta
Noviembre 2020

 

 

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