3. La profesionalización en el sector privado español

3.4. El valor del arte y de sus trabajadores

3.4.2. Valor simbólico y valor de mercado

Si puede resultar relativamente fácil comprender lo que entendemos por valor de mercado, es decir, el precio (Marx diría que es «la expresión dineraria de la magnitud del valor»), mucho más complejo es explicar lo que significa el valor simbólico. Si nos detenemos en describirlo, es porque el concepto de valor simbólico influye de manera directa en las vidas materiales de los trabajadores del arte, en el trabajo inmaterial, en el voluntarismo, en su entusiasmo, en su precariedad, en su innovación, etc.

La propia naturaleza abstracta del valor del arte provoca que, a menudo, se lo defina (valga la contradicción) como invaluable. Por lo tanto, si el valor de una obra es incalculable o inestimable, ningún precio que se le asigne será demasiado elevado. Esta peculiaridad del arte a veces permite que se le otorgue el estatus de bien cultural o, más frecuentemente, simplemente un precio elevado. En la mayoría de los casos los dos valores trazan trayectorias similares (un alto valor simbólico suele coincidir con un alto valor de mercado, por ejemplo, en el caso de las obras de Goya o Rembrandt). En otras ocasiones, el precio elevado no encuentra justificación en la historia del arte, ni en exposiciones museales, ni en el favor de la crítica; consecuentemente, es posible que su precio, pasada la euforia inicial del mercado, no se sostenga y repentinamente disminuya. Por el contrario, también se da el caso de que el prestigio social que el alto valor de mercado otorga sea suficiente para mantener elevada su demanda y, consecuentemente, su precio.

El arte es una forma especial de mercancía por distintos factores históricamente determinados y por varias razones:

  • Las obras de arte son únicas o muy limitadas. Y están firmadas porque el artista posee «el derecho exclusivo de su propia manufactura» (Graw, 2015, pág. 38).
  • La durabilidad de la obra de arte: «toda obra de arte es una apuesta al futuro […] el comprador paga por la potencialidad de la importancia y la creación de valor futuras» (Graw, 2015, pág. 39).
  • Su autonomía estética.

Graw precisa que

«la peculiaridad del valor simbólico es que no puede ser medido en términos de dinero; por ello, no puede ser trasladado sin problemas a categorías económicas.»

Graw (2015, pág. 43).

Aunque esta correspondencia se fuerza porque el

«valor de mercado está puramente justificado por su valor simbólico, el que a su vez está cargado de conceptos idealistas […] La peculiaridad del valor simbólico reside en la imposibilidad de medirlo.»

Graw (2015, págs. 43-45).

Aunque todo esto pueda resultar contradictorio y poco claro, es muy importante tratar de familiarizarse con esta dialéctica entre lo invaluable y el valor, entre la autonomía estética y la materialidad del precio. Según Pierre Bourdieu (1994), el capital simbólico es un crédito que solo puede ser otorgado por la creencia de los pares, que a su vez son los actores del sector de las artes: museos, coleccionistas, críticos, historiadores del arte, artistas, curadores, etc., que hablan, estudian, exponen y aconsejan sobre la cualidad de una obra (le otorgan cierto «crédito») y de la práctica/investigación de un artista (su carrera presente y pasada, pero sobre todo su potencialidad para ingresar en la historia del arte como «valor seguro»). No puede haber valor de mercado que se sostenga por mucho tiempo sin un valor simbólico que lo justifique; se trata de dos variables relativamente dependientes que impactan fuertemente la una en la otra (Graw, 2015, pág. 52).

Durante las épocas de euforia el valor de mercado aumenta incesantemente su valor, pero la historia del arte (el valor simbólico) sigue siendo necesaria para dar cierta credibilidad al valor monetario que se pide por una determinada obra. Tobias Meyer, director del departamento de arte contemporáneo de la casa de subastas Sotheby’s, puede afirmar que las obras más caras son las mejores; sin embargo, existen dudas legítimas sobre semejante afirmación y ejemplos históricos que la desmienten.

El valor del arte es una construcción social, pero

«no cualquiera puede participar al mismo grado del proceso de generar credibilidad. Esto en general involucra a expertos culturales como son los propios artistas, los art dealers, comisarios de los museos y críticos de arte quienes poseen el capital simbólico para otorgar valor a unas obras de arte. Este capital simbólico a su vez es generado por una mezcla de factores como un largo compromiso en el mundo del arte, una amplia cultura y un carisma personal.»

Velthuis (2011, pág. 37).

En otras palabras,

«de acuerdo con Marx, el valor aparece en las relaciones sociales que tienen lugar entre las mercancías individuales.»

Graw (2015, pág. 34).

El valor simbólico tiene una importancia fundamental para entender el sector privado de las artes visuales y las creencias que genera no podrían existir sin las relaciones y concurrencias de los agentes que animan este sector, entre los cuales destacan los llamados gatekeepers, determinados actores cuya influencia es más relevante que la de otros. Estos son esencialmente los museos y las grandes galerías y, en menor medida, aquellos críticos y comisarios que logran una mayor credibilidad y consistencia internacional.

Es fundamental entender este funcionamiento y la dialéctica valor simbólico/valor de mercado porque en la fabricación de ambos concurren los agentes culturales. Su interacción favorece más o menos la subsistencia y el éxito de la gran mayoría de los artistas y, muchas veces, alrededor del éxito de un artista se genera un estudio que lo sostiene, una galería que vende su obra y un museo que la patrimonializa. Y todo este engranaje requiere profesionales y genera empleos.

La peculiaridad e intangibilidad del valor simbólico convierte este sector en emblemático del trabajo inmaterial, con consecuencias notables en los empleos que aquí se encuentran:

«La particularidad de la mercancía producida por el trabajo inmaterial consiste en el hecho de que no se destruye el acto de consumo, sino que amplía, transforma, crea el medio ambiente ideológico y cultural del consumidor. No reproduce la capacidad física de la fuerza de trabajo, transforma a su utilizador.»

Ortega Olivares (2003, pág. 8).